El Carnaval de Venecia

Texto: Carlos Manuel Cruz Meza
Fotografías: Héctor Montes de Oca




La noche va transcurriendo. Allí se derrama una luz más roja a través de los cristales color de sangre, y la oscuridad de las cortinas teñidas de negro es aterradora. Y a los que pisan la negra alfombra llégales del cercano reloj de ébano un repique más pesado, más solemnemente acentuado que el que hiere los oídos de las máscaras que se divierten en las salas más apartadas...
Edgar Allan Poe. "La máscara de la muerte roja"



La verdadera máscara es el rostro que se oculta bajo la careta. Como de su nombre puede deducirse, es más cara, más auténtica que la nuestra. De allí que en los carnavales aflore la intrínseca naturaleza cuando permitimos, por unos días tan solo, mostrar el rictus que en papel machè o cartón piedra representa nuestra personalidad. Si los festejos carnestolendos celebran el erotismo y el desenfreno, si es la lujuria el ingrediente indispensable, si la muerte ronda bajo la impunidad del inexpresivo antifaz, entonces nos hallamos ante una orgía conceptual: nada más bizarro o grotesco. En la apología de lo carnal desfilan, jubilosos, arlequines y monstruos, espectros y monarcas, personajes históricos y completos desconocidos, todos formando parte de la misma hermandad. El carnaval es nuestro transporte al mundo onírico, a la extraña monotonía de lo atroz.



Es entonces cuando el cielo se oscurece, y en vez de la furia de Dios se desata la tormenta. Asomarse al carnaval es contemplar un paisaje extraído de La Divina Comedia, donde sátiros y exóticas aves danzan, animosos, bajo las gotas de un lloroso firmamento. El barroquismo encuentra su perfecta expresión en los seres que allí deambulan. Los colores decorando capas y botines contribuyen a la ambientación, pero también dan la clave del mensaje: nada es lo que aparenta, la festividad es un llanto incontenible, un enorme funeral cuyos dolientes escoltan una carroza que guía el abandono, una mentira que a nadie convence pero que todos sostienen; un exorcismo hastiado y un hechizo de protección.





Hay en los rostros expresiones patéticas: no la alegría desbordada de quien goza y se solaza en lo bufo, sino la mueca del que ha permanecido demasiado tiempo sin conocerse y al mirarse en el espejo ya no puede reaccionar. La bulliciosa fiesta de disfraces es más una procesión de anhelos que una caravana lúdica, más una sublimación sofisticada que una fecha en el calendario del judeocristianismo. Para el Rey Momo, centinela atento de los rostros tras los rostros, en el fondo de todo esto existe un alto grado de emotividad y el insustituible espíritu de la tragedia. ¿Qué mayor desgracia que la soledad entre la multitud, la carencia de identidad, el grito definitorio portado sobre el rostro como un escape final? ¿Qué mayor bendición? Será entonces un conjuro de colores pastel, de tonos plúmbeos, que previene y cura en salud, y sirve de solaz a toda alma atormentada.



El carnaval se convierte en nuestra particular galería de demonios personales, espectral acechanza que a la vuelta de una esquina nos aguarda, mientras las gárgolas sonríen perversamente y los pliegues de una capa oscura nos permiten entrever apenas la silueta de un cuerpo desnudo que intuimos nos aguarda...

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