Texto: Héctor Montes de Oca
Han sido realmente pocas las ocasiones que en mi trayectoria profesional me he encontrado con tal consenso en cuanto a pesar y consternación por la muerte de un fotógrafo como es el caso de Henri Cartier Bresson.
Comentarios variados, ojos tristes, silencios incómodos aquí y allá, cobertura de la noticia en todos los periódicos del mundo con una mínima decencia tan sólo me corroboraron la importancia que este gran maestro del manejo de la luz tiene entre nosotros.
Anécdotas más, anécdotas menos, múltiples voces de colegas me han expresado las diversas pero siempre comunes y contundentes formas en que su obra les ha impactado en su manera de mirar, trabajar y vivir.
Tengo todavía muy presente la primera vez que me enfrenté a una exposición suya durante una estancia en París. El impacto fue demoledor puesto que una cosa es saber por lo que dicen los libros y los maestros de la fotografía como arte y otra es poder palparlo directamente en una galería. Para estos años, principios de los años 80, él ya era una leyenda viviente que aumentaba a su fama el carácter de ermitaño de la fotografía retirado para dedicarse a la pintura y el diseño.
Esta capacidad de asombro se ha conservado a lo largo de estas décadas y la corroboré hace unos cuantos años cuando una exposición suya se presentó en el Museo de Arte Contemporáneo en la Ciudad de México. Hoy que el maestro muere no puedo menos que rendir homenaje a su obra tan bella.
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